Alojado por la lucidez del despertar, el viejo sabio regresa. ¿Cuánto más ha de esperar su regreso, una vez que haya cogido su vuelo? Llantos y aullidos de una noche oscura lo envejece y lo vuelve menos sensible, más aburrido del estar en el presente, lo recuerda más de un pasado que ya no existe, y lo lleva a dormir hasta el futuro en el cuál quizás su alma pueda vivir en paz.
Sentado sobre su mesa de estudio, apoyado de la madera con sus manos, mira fijamente una luz encendida y piensa: ¿Por qué los insectos buscáis estas luces? Él mismo se responde: ¡Para estar seguros hacia donde van! Se da cuenta que mientras más se concentra en esta luz, más débiles se vuelven sus ojos y menos pueden ver a su alrededor. ¿Qué pasa si se apaga? Se pregunta el sabio, entonces se dirige al interruptor, y lo acciona. Como había ponderado, los insectos ya no estaban, no se escuchaba su volar incesante.
El viejo sigue su camino hacia su cama, cuando de repente cae, tropezando con la misma mesa sobre la cual estuvo apoyado, momentos antes. Otra pregunta surge: ¿Yo conocía que esta mesa estaba aquí? Sí, se contesta. ¿Estoy loco? No, estoy ciego, no puedo ver sin la luz. En seguida se levanta, y enciende una vela con el último fósforo que guardaba para su pipa, aunque angustiado por el sacrificio, sigue alegremente hacia su dormitorio.
Dándole gracias a su creador por su vida completa, el viejo está listo para un nuevo sueño hibernal. Lo único que molestaba, eran los insectos volando cerca del fuego que había encendido la vela, lo que proporcionaba luz nuevamente. Observando estos, ve que hay unos tantos quemados sobre el porta-velas y piensa: ¡Qué torpes, han volado muy cerca de la luz, han querido disfrutar tanto de ella, hasta que murieron por su causa! Nuevamente, el viejo sabio despide la noche con una soplada al fuego, y se desvanece junto al humo que emerge de la llama extinguida, con tan solo el suave viento que brotaba de sus labios. No más luz, no más insectos, todo es silencio y nada es eterno.
Sentado sobre su mesa de estudio, apoyado de la madera con sus manos, mira fijamente una luz encendida y piensa: ¿Por qué los insectos buscáis estas luces? Él mismo se responde: ¡Para estar seguros hacia donde van! Se da cuenta que mientras más se concentra en esta luz, más débiles se vuelven sus ojos y menos pueden ver a su alrededor. ¿Qué pasa si se apaga? Se pregunta el sabio, entonces se dirige al interruptor, y lo acciona. Como había ponderado, los insectos ya no estaban, no se escuchaba su volar incesante.
El viejo sigue su camino hacia su cama, cuando de repente cae, tropezando con la misma mesa sobre la cual estuvo apoyado, momentos antes. Otra pregunta surge: ¿Yo conocía que esta mesa estaba aquí? Sí, se contesta. ¿Estoy loco? No, estoy ciego, no puedo ver sin la luz. En seguida se levanta, y enciende una vela con el último fósforo que guardaba para su pipa, aunque angustiado por el sacrificio, sigue alegremente hacia su dormitorio.
Dándole gracias a su creador por su vida completa, el viejo está listo para un nuevo sueño hibernal. Lo único que molestaba, eran los insectos volando cerca del fuego que había encendido la vela, lo que proporcionaba luz nuevamente. Observando estos, ve que hay unos tantos quemados sobre el porta-velas y piensa: ¡Qué torpes, han volado muy cerca de la luz, han querido disfrutar tanto de ella, hasta que murieron por su causa! Nuevamente, el viejo sabio despide la noche con una soplada al fuego, y se desvanece junto al humo que emerge de la llama extinguida, con tan solo el suave viento que brotaba de sus labios. No más luz, no más insectos, todo es silencio y nada es eterno.
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